La polìtica de vergennesy la Guerra de Amèrica

Vergennes no era un genio, pero como embajador que había sido conocía Europa, y muy diligente él mismo, fue bien secundado por sus negociados. En su opinión, puesto que Francia no tenía necesidad de conquistas, no podía asociarse a la política de violencia que acababa de desmembrar Polonia y Turquía; en cambio le interesaba estrechar su amistad con los Estados pequeños —Piamonte, Sajonia, príncipes renanos, Holanda, Suecia—\a fin de impedir nuevas usurpaciones. La alianza austríaca sólo le parecía aceptable si continuaba siendo puramente defensiva. De acuerdo con Catalina II, intervino como mediador para restablecer la paz, en 1779, por el tratado de Teschen. En 1785 rehusó una vez más sostener a José II, que quería cambiar los Países Bajos por Baviera y pretendía abrir de nuevo el Escalda contra la voluntad do Holanda. Hay que convenir, sin embargo, en que Vergennes no logró impedirle que preparara con Catalina II un nuevo reparto de Turquía, y que su política parecería bastante modesta, por su alcance y por sus resultados, si se viera en ella sólo el designio de mantener la paz y el equilibrio continental, como se hizo siguiendo a Talleyrand.
En realidad, esa política era la condición de una guerra victoriosa contra Inglaterra. Vergennes comprendió que Francia no podía dominar a la vez la tierra y el mar; su mérito fue dar preferencia, a despecho de una tradición profundamente arraigada, al interés marítimo y colonial de Francia sobre su vocación continental, aprovechando la oportunidad que se le ofrecía.

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Las colonias inglesas de América del Norte, en efecto, se habían sublevado y proclamado su independencia el 4 de julio de 1776. En nombre de los Estados Unidos, Silas Deane y Franklin solicitaron el apoyo de Luis XVI. La opinión se inflamó. La Declaración de Derechos, que Virginia había adoptado el 23 de mayo de 1776, resumía brillantemente las ideas caras a los filósofos, y Franklin, self-made-man nombrado embajador de su país, era una lección viva para los partidarios de la igualdad de derechos. Otros franceses, es cierto, consideraban a los insurgentes como rebeldes, pero la hostilidad contra Inglaterra ahogaba los escrúpulos. La partida, sin embargo, era peligrosa. Durante mucho tiempo Vergenes hizo la vista gorda a las operaciones de hombres de negocios, como Beaumarchais, que procuraban suministros a los americanos, y a la salida de voluntarios, el más conocido dé los cuales es el marqués de La Fayette. Cuando una división inglesa capituló en Saratoga, Vergennes se quitó la máscara y empeñó la lucha en febrero de 1778.

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El año siguiente, España aceptó cumplir las obli- y gaciones del Pacto de Familia. Por otra parte, pretensión que anunciaba Inglaterra de controlad el ; comercio de los neutrales y de prohibirles el tráfico con las colonias enemigas acabó por volverlos; conüa ella; Catalina II los agrupó en 1780 en una liga de neutralidad armada, y Holanda entró en la guerra. Saint-Germain había duplicado el efectivo del ejército y Sartine pudo poner en línea un número de barcos de guerra casi igual al de los ingleses, aunque de menor calidad. Sin embargo, la coordinación de esfuerzos entre los aliados fue insuficiente, y en los mares europeos su éxito se redujo a la reconquista dé Menorca. D'Orvilliers había logrado mantener a los ingleses en jaque a lo largo de Ouessant en 1778, pero la armada que debía efectuar un desembarco en Gran Bretaña no lo consiguió, y en 1782 se abandonó el sitio de Gibraltar. En las costas americanas y en las Antillas, d'Estaing y Lamotte-Picquet por una parte, Rodney por la otra, compensaron sus ventajas. En la India, Suffren obtuvo brillantes victorias, pero para auxiliar a Haider-Alí, sultán de Misora, hubiera necesitado todo un ejército. En los Estados Unidos, Washington, carente de hombres y de dinero; resistía con dificultad. La situación fue decidida por Rochambeau, cuando al mando de un cuerpo expedicionario, le ayudó a capturar el ejército de Cornwaliis en Yorktown, sn 1781. El ministerio de Lord North fue derribado y las negociaciones comenzaron. El tratado de Versalles consagró, en 1783, la independencia de los Estados unidos y devolvió a Francia Santa Lucía, Tobago y el Senegal. Aunque el resultado pareciera insignificante, el equilibrio marítimo se restableció sin embargo. Vergennes quedó satisfecho con esto: su deseo fue en adelante consolidar la paz entre Francia e Inglaterra estableciendo relaciones económicas más estrechas; en 1786, concluyó con Pitt un tratado de comercio. Cuando la Revolución y el Imperio volvieron a la política de expansión continental, aniquilaron su obra.

Calonne

De las causas inmediatas de la Revolución, la guerra de América fue la más eficaz. Por una parte, la pasión por la nueva república avivó el deseo de un cambio. Por la otra, el Estado se endeudó de tal suerte que muy pronto Luis XVI se halló a merced de la aristocracia.

Necker había dejado el poder. Pese a su prudencia, había llegado a tener tantos enemigos como Turgot y había replicado a las críticas de éstos con un informe en el cual revelaba el despilfarro de la corte. El informe encontró una acogida extraordinaria, que fue para él el golpe de gracia; fue destituido el 19 de mayo de 178L Sus sucesores, JolyTie Fleury y Lefévre d'Ormesson se vieron obligados a continuar la política de empréstitos. En noviembre de 1783, Calonne fue llamado de la intendencia de Lille para restablecer la situación.

Calonne

Era un hombre intrigante y aprovechado, pero inteligente y emprendedor. Calculando que si la producción aumentaba los ingresos se acrecentarían, ordenó obras en los puertos, abrió caminos, comenzó la construcción de canales, creó una nueva Compañía de las Indias, reorganizó la Caja de Descuentos, creada por Panchaud en 1776, con el objeto de obtener un mayor crédito. Empero, la idea, justa en sí, no podía eximir de un gran esfuerzo económico y de aumentar los impuestos para liquidar el atraso. Mas Calonne se mostró pródigo para complacer a la corte y persistió en los empréstitos. Por medio de sus periodistas, a sueldo y sus maniobras alcistas, sostuvo el crédito al grado de recoger en tres años 800 millones. Sin embargo, Necker lo vigilaba y el Parlamento estaba al acecho. En 1786, un nuevo empréstito encontró a los prestamistas reacios. El déficit era aproximadamente del 20 por ciento. Se resolvió realizar algunas economías, pero éstas no bastaban porque más de la mitad de los gastos era absorbida por la deuda pública. Como se rehusaba a presentar la bancarrota o la inflación, Calonne no vio; otro recurso que un esfuerzo fiscal. Técnicamente, el problema era fácil de resolver: no hubiera habido déficit si los privilegiados hubiesen pagado la parte que justamente les correspondía. El 20 de agosto de 1786, Calonne envió a Luis XVI una memoria donde; proponía una reforma del Estado.

Calonne

Quería sustituir las vigésimas por una subvención territorial que pagarían todos los terratenientes sin excepción. Como había previsto que el clero pretextaría su deuda para declararse insolvente, decidió anularla vendiendo para ello una parte de sus derechos feudales. Para aumentar la producción, se concedería la libertad al comercio de granos, la supresión de aduanas interiores y de muchos impuestos de consumo. Finalmente, se establecerían asambleas provinciales elegidas en el sufragio censatario, sin distinción de órdenes. De esta manera se pondría coto a los privilegios fiscales, el feudalismo sería dañado, la burguesía incorporada al Estado. Pero tedas estas medidas afectaban a la aristocracia, y la oposición irreductible de los parlamentarios era segura. Si hubiera podido contar con Luis XVI, no cabe duda que Calonne los habría desafiado. Pero no había que dejarse llevar por la ilusión, puesto que Iá autoridad moral del príncipe disminuía de día en día.

Calonne

La reina, a pesar de ser ya madre de una niña, en 1778, no había cambiado para nada sus costumbres, jugaba en grande y daba el espectáculo en el Pequeño Trianón. Se había enamorado del conde Fersen, gentilhombre sueco al servicio de Francia, y cuando después de Madame Royale tuvo otros dos hijos, decepcionados los condes de Provenza y de Ar-tois en sus esperanzas de quedar como presuntos herederos, estimularon las imputaciones deshonrosas. En 1785, el Asunto del collar acabó de perderla en la opinión general. El Cardenal de Rohan, obispo dé Estrasburgo y limosnero mayor, persuadido por una aventurera, garantizó el pago de un collar que se decía comprado por la reina, con el fin de atraérsela. Una vez descubierta la estafa, el rey cometió el error de no ocultar el asunto. Rohan fue arresta-do, y después de un largo proceso, absuelto por el Parlamento el 31 de mayo de 1786. Todos quedaron convencidos de que María Antonieta había abusado de su credulidad.

Calonne resolvió, pues, contemporizar: convocó una asamblea de. notables, es decir, de representantes de la aristocracia. Habiéndolos escogido él mismo, pensaba obtener su consentimiento y prevalecer frente a los Parlamentos. Pero el resultado era inequívoco; en lugar de imponer su voluntad, el rey consultaba a sus subditos: "daba su dimisión".

Así comenzó la Revolución francesa. Estaba destinada a ejercer sobre la vida de la nación una influencia profunda y duradera. Un vistazo sobre el estado del reino en vísperas de esta gran crisis ayuda tanto a medir su alcance como a interpretar sus vicisitudes.

La actividad econòmica

Después de la Guerra de Siete Años, la economía francesa había conocido algunos años prósperos. La administración real había contribuido a ello del mejor modo posible al proseguir la construcción de grandes carreteras, la apertura de canales en Borgo-Aa y la» provincias del Norte, favoreciendo la roturación y los desecamientos, creando depósitos de MmentalM para la cria caballar, introduciendo, en Ü0V la oveja merina. Ett principio, había alcanzado le libertad preconizada' por los economistas; si du-data en cuanto a los granos, era por temor a la sedi-Otdn^iMl la industriadla reglamentación era cada Vea menos observada. Inclusive el proteccionismo perdía rigldesi el tratado de 1786 había abierto el reino t lot productos manufacturados británicos a cambio dt concesiones para nuestros vinos y aguardientes; en 17M había sido autorizado cierto tráfico entre los Estados Unidos y las Antillas. Por otro lado, la reserva monetaria se acrecentaba en Europa: la producción de las minas de México aumentaba; en Inglaterra, la emisión bancaria tomaba fuerza; varios Estados recurrían al uso de papel moneda. En consecuencia, los precios se hallaban en alza continua, lo que favorece siempre el espíritu de empresa. La introducción de las máquinas, que se multiplicaban en Inglaterra, le abría vastas perspectivas. Por otra parte, la invención era activa también en Francia, especialmente en el terreno de la química aplicada, al cual va unido el nombre de Berthollet.

La actividad econòmica

Las industrias de lujo conservaban su fama. Las fundiciones y forjas eran cada vez más numerosas, y habiéndose encarecido la madera, empezaron a explotarse las minas de carbón. Sin embargo, las industrias textiles eran las que empleaban mayor número de obreros. En 1762 se había liberado de toda traba la contratación de mano de obra rural, y paralelamente a las manufacturas, millones de campesinos tejían el paño, el lino y la batista para los negociantes de las ciudades. Era también una gran novedad la moda del algodón y de las máquinas inglesas para hilarlo.

El comercio por mar floreció de nuevo en Marsella con Levante y los berberiscos, en Burdeos y Nantes con las "Islas", es decir, las Antillas, sobre todo Santo Domingo, de donde se sacaba azúcar, algodón, café, índigo, a cambio de harina, de productos manufacturados y de esclavos negros que proporcionaba la trata. "Lo exclusivo" reservaba a la metrópoli el monopolio del comercio y la navegación en sus posesiones de ultramar, a las cuales prohibía además los cultivos e industrias que ella practicaba: el azúcar se retinaba en Francia y se reexportaba en gran parte. En 1789, el comercio exterior se estimaba en más de mil millones.

La actividad econòmica

A pesar del ejemplo de algunos propietarios, la agricultura permanecía apegada a sus rutinas: se carecía de ganado por falta de cultivos forrajeros. Pero se habían conquistado los terrenos baldíos, y parece que en los años normales la agricultura bastaba para el consumo. El aumento de la población, que debió ser de tres millones durante los últimos treinta años del Antiguo Régimen, muestra que no había hambres propiamente dichas. No cabe duda que la economía estaba atrasada. Los campesinos constituían las cuatro quintas partes de la población; las manufacturas seguían siendo la excepción; la máquina de vapor no se empleaba más que en las minas de An-zin. Pero no por ello dejaba de figurar en el primer lugar después de Inglaterra y, con sus aproximadamente 23 millones de habitantes, Francia era el Estado más poblado de Occidente. Este progreso contribuye a explicar que la burguesía fuese allí más poderosa que en cualquier otra parte del continente, y que fuera la única clase capaz de organizar un nuevo orden. De un pueblo umversalmente miserable no hubieran podido surgir los jefes de una revolución triunfante. Empero, fue la miseria la que puso a su servicio la fuerza popular, y la contradicción no es más que aparente. Desde luego, si Francia era próspera como comunidad, las ganancias beneficiaban desigualmente a sus habitantes: mientras que los granos habían aumentado un 60 por ciento, el precio de arriendo había subido un 95 en provecho de los terratenientes, los cuales gozaban sin embargo en su mayoría de privilegios fiscales, y en cambió los salarios sólo habían subido un 22 por ciento. El incremento del comercio exterior se debía mucho menos al aumento de la producción nacional que al sistema colonial, y beneficiaba sobre todo a los negociantes y a los dueños de plantaciones. Después, a partir de 1778, la economía declinó. Una serie anormal de vendimias abundantes trajo como consecuencia una baratura catastrófica del vino, cuya producción, mucho más extendida que hoy en día, proporcionaba a una parte considerable de la población rural el principal artículo comerciable. En 1784 y 1785, upa sequía desastrosa diezmó el ganado. En la antigua economía, las calamidades agrícolas, al reducir el poder adquisitivo de las masas campesinas, desencadenaban las crisis industriales, las cuales empeoraban aún la condición de los rurales que trabajaban para los negociantes. El pueblo se halló asi a merced de una mala cosecha; ésta coincidió con la reunión de los Estados generales y lo movilizó contra el Antiguo Régimen.

La vida intelectual y las artes

Francia conservaba la primacía intelectual y artística. Su lengua, literatura, artes y modas se contaban todavía entre los elementos esenciales del cosmopolitismo de la aristocracia europea. En este aspecto, el reinado de Luis XVI no había señalado una ruptura. La decadencia de la tragedia, la moda del exotismo, el espíritu crítico en el teatro (fue en 1786 cuando Beaumarchais puso en escena Las Bodas de Fígaro) no eran de ninguna manera una novedad. El retorno a la Antigüedad podría fecharse desde mediados de siglo, pero caracteriza mejor la época, y la misma Revolución quedará marcada por él. Históricamente, influye menos en este sentido la obra de André Chénier, que permaneció desconocida para sus contemporáneos, que el Voyage du jeune Anar-charsis de Barthélémy, o la renovación de la pintura con la que David» cuyo Juramento de los Horacios es de 1785, restableció la observación del canon clásico y dio preeminencia al dibujo. Asimismo el mobiliario, al abandonar la rocalla para volver a la línea recta, y al tomar sus motivos no solamente de la Antigüedad greco-romana, sino de la etrusca y la egipcia, creaba un estilo que, al hacerse más pesado, daría como resultado el estilo Imperio. Aunque no hay que engañarse: en Pompeya se había redescubierto el arte alejandrino, y la decoración interior en la que Boucher había sobresalido no se hallaba destronada; los escultores eran partidarios de lo antiguo; pero la obra de Falconet, y sobre todo la de Pajou, no sacan de allí su encanto; los paisajes de Hubert Robert no le deben nada, y el realismo hacía valer sus derechos tanto en el retrato como en los grabados de Moreau, inspirados tan a menudo en la vida cotidiana. Por lo que concierne a la música, los éxitos de Gluck habían contrarrestado la popularidad de los italianos, pero nuestra ópera cómica conservaba su brillo: el Ricardo Corazón de León de Grétry es de 1784.

La vida intelectual y las artes

En el terreno del pensamiento encontramos la misma variedad. El racionalismo conservaba en él su lugar y el progreso de las ciencias continuaba: Lavoir sier creaba la química moderna, Buffon acababa de dar cima a su obra, Monge y Laplace comenzaban la suya. La "filosofía" tenía ganada la partida: el "rey" Voltaire había muerto en plena apoteosis en 1778 y la influencia de Rousseau, muerto el mismo año, era más.profunda aún. Pero no habían dejado, a decir verdad, sucesores de los mismos vuelos. Hasta 1788 Condorcet no había publicado casi nada y Ma-bly se divulgó sobre todo después de 1789; se leía sobre todo la Histoire philosophique des Deux Indes de Raynal, aunque no ofreciera otra novedad que un acento más violento e impaciente. La influencia americana, los nombres de Washington, Frankliri, La Fayette, embellecían las nuevas ideas con un prestigio sin igual y su divulgación aumentaba dé día en día gracias a la difusión de folletos y a la propaganda que se les hacía espontáneamente en los salones, academias y sociedades diversas cuyo número aumentaba incesantemente: culturales algunas, como el Musée; filantrópicas otras, políticas otras más, como los primeros clubes o la Sociedad de Amigos de tos Negros; incluso logias masónicas, donde sacerdotes y nobles se concertaban con la burguesía para repudiar al menos el "fanatismo" y el "despotismo".

La vida intelectual y las artes

Lo poderoso de la corriente no debe sin embargo conducir a engaño. La aristocracia, en su gran mayoría, permanecía hostil a la igualdad dé derechos; el clero a la libertad religiosa. El catolicismo y el absolutismo conservaban numerosos defensores que carecían de talento, pero no por ello eran menos leídos por muchos burgueses. Por otra parte, el romanticismo se anunciaba ya. Rousseau había dado preferencia al sentimiento sobre la razón, a la exaltación pasional, a la adoración confusa de la naturaleza, y Bernardino de Saint-Pierre seguía sus huellas; Las ideas políticas y sociales de los racionalistas no eran sin embargo repudiadas; el romanticismo, al llevar el individualismo al extremo, al alentar el optimismo, predispuso asimismo a los hombres al ardor revolucionario. Que amenazara no obstante el imperio del racionalismo realista y positivista lo atestiguaba la religión sentimental del Ser Supremo de la que Rousseau se había constituido misionero, y que ese misticismo respondiera a oscuros deseos lo dejaba presentir el éxito obtenido por las extravagantes doctrinas de Swedenborg, de Pascalis, de Saint-Martin, o la de Mesmer, que confundía las mentes presentando la electricidad y el magnetismo como fuerzas sobrenaturales, o las de charlatanes como Cagliostro.
Por estos síntomas se puede medir coa qué fuerzas de reacción debía tropezar la Revolución.

La administración det reino y la unidad nacional

No era un secreto para nadie que desde Luis XIV la organización del Estado permanecía estacionaria. Poco faltaba para que Luis XVI gobernara siguiendo los mismos procedimientos que su antepasado; algunos pudieron no ver en ello ningún mal, pues ante todo les importaba la calidad de los administradores, y éstos eran con frecuencia excelentes: hostiles a lo arbitrario por amor al orden y al bien público, penetrados ya de la majestad de la ley, muchos se adaptaron sin dificultad al orden burgués y le prestaron inestimables servicios. Pero es indudable que mientras la enseñanza de las escuelas, el prestigio de París, las letras y las artes, el progreso de las comunicaciones y de las relaciones económicas, fortificaban de día en día la unidad nacional, las instituciones la estorbaban. Francia continuaba dividida en país de elecciones, en el que el intendente era señor sin discusión de su generalidad, y en país de Estados, en el cual debía contarsexcon los Estados provinciales. El Mediodía era fiel al derecho romano y el Norte a sus numerosas costumbres. Las pesas y medidas variaban con frecuencia de una parroquia a otra. Las aduanas interiores y los peajes, lo mismo que la diversidad del régimen fiscal, impedían la constitución de un mercado nacional. Las circunscripciones administrativas, judiciales, financieras, religiosas, prodigiosamente desiguales e invadiéndose las unas a las otras, no ofrecían más que un caos. Provincias y ciudades, a menudo dotadas de privilegios, que consideraban, con razón, como una defensa contra el absolutismo, manifestaban un particularismo obstinado.
Para el Capeto, era una especie de misión histó rica el dar a la comunidad que había constituido, al reunir las tierras francesas bajo su autoridad, una unidad administrativa que se armonizara con la conciencia que adquiría de sí misma y que fuese tan favorable al ejercicio de su poder como agradable y útil para todos. Los funcionarios, sin duda, no hubieran pedido nada mejor que realizarla, pues esto hubiera acrecentado el poder real y en consecuencia su propia influencia; pero por esta misma razón habrían chocado con la resistencia apasionada de los Parlamentos y de los Estados provinciales, es decir, de la aristocracia. Lo mismo que la solución de la crisis financiera, la realización de la unidad nacional ponía a discusión la organización jurídica de la sociedad.

La aristocracia

A decir verdad, esta estructura era en sí la negación misma de la unidad. Los franceses continuaban divididos en tres Ordenes o Estados: Clero, Nobleza y Tercer estado, los dos primeros de los cuales eran los privilegiados.

El clero era el más favorecido. No pagaba los impuestos directos, sino sólo un don gratuito cuyo monto fijaba y recaudaba él mismo. Era el único que tenía una existencia política propia: una asamblea, una organización financiera y tribunales. Por lo menos una décima parte del suelo le pertenecía, así como muchos señoríos, y percibía el diezmo de todos los productos de la tierra. Lo que llamamos estado civil estaba en sus manos; el que no era ca* tólico no tenía existencia legal: su matrimonio era un concubinato y sus hijos bastardos. La Iglesia tenía también el monopolio de la enseñanza y la beneficencia; participaba en la censura de los sitios. Su influjo espiritual era considerable. Entre los eclesiásticos, y lo que es peor, entre los obispos, se llevaba una vida poco canónica, y con frecuencia se entraba en las órdenes más por gozar de un beneficio que por amor al apostolado; la fe se había entibiado si se considera, especialmente, la disminución de las vocaciones monásticas; entre la nobleza y la burguesía se hacía gala, a menudo, de incredulidad. Pero ésta distaba de ser general, y se admitía, en todo caso, como Voltaire lo hacía, que el pueblo necesita una religión. Éste continuaba siendo creyente y practicante. La parroquia rural apreciaba mucho a su párroco, y es probable que la Revolución no hubiera podido iniciarse sin él.

Pero el clero era una corporación, o como decía Sieyés, una profesión más que una clase. Los obispos y una gran parte del alto clero, que acaparaban las más jugosas rentas eclesiásticas, eran nobles; los curas, reducidos generalmente a la congrua, y la mayor parte de los religiosos, eran plebeyos e iban a hacer causa común con el Tercer estado. En el fondo, no había más que dos clases: la aristocracia era la nobleza.

La aristocracia

La propiedad territorial de aquélla seguía siendo considerable: tal vez un cuarto o un tercio del suelo le pertenecía, y la mayor parte de los señoríos. Menos privilegiada que el clero, pagaba la capitación y las vigésimas y no formaba una corporación. En todo esto, por otra parte, no se distinguía radicalmente del Tercer estado: muchos burgueses no estaban sujetos a la talla y nada impedía a un plebeyo adquirir tierras e incluso señoríos. Lo que distinguía a la nobleza era el nacimiento. Sin duda alguna, se podía llegar a ser noble, pues nunca ha habido castas entre nosotros. Sin embargo, en opinión de los, propios plebeyos no se era verdaderamente noble sino por la sangre, y la literatura aristocrática que —se olvida con demasiada frecuencia— se desarrolló a través del siglo xviii al lado de la filosofía burguesa» había recurrido a justificaciones históricas y raciales: Montesquieu, después de Boulainvilliers, consideraba a los nobles como descendientes de los conquistadores germanos que por sus virtudes guerreras habían impuesto su autoridad a los cobardes galoromanos. ¿Cómo hubieran podido soportar que se les confundiera con la-plebe "innoble"? El matrimonio desigual era una mancha; los nobles no podían trabajar sin rebajarse, y cuando Colbert les abrió el comercio marítimo, no encontró gran acogida. Vivir noblemente era portar armas, pertenecer a la Iglesia o permanecer ocioso. La riqueza, sin embargo, introdujo entre ellos diferencias impresionantes. Unos vivían en la corte o en castillos suntuosos; otros sostenían su rango en provincia; muchos eran pobres, sobre todo en las regiones atrasadas.

La aristocracia

A esta nobleza de espada, el rey había añadido otra asociándola, para darles más valor, a los cargos que él vendía. Los miembros de los Consejos, los magistrados de los Tribunales soberanos de Par rís y de algunas provincias —Parlamentos, Cámaras de cuentas. Tribunales de subsidios y monedas— gozaban de nobleza hereditaria; los demás, de nobleza personal que se volvía trasmisible después de cierto tiempo de ejercida Era la nobleza de toga. Los tesoreros de Francia que formaban los negociados de Hacienda, los magistrados municipales, los secretarios del rey (éstos últimos esparcidos por todo el reino, y cuyo título no llevaba aparejada ninguna función), gozaban de ventajas semejantes. Estos ennoblecidos eran ricos y, de origen burgués, aumentaban y administraban cuidadosamente su patrimonio. Los nobles de espada los habían mantenido a" distancia durante mucho tiempo, pero cedían cada vez más al incentivo de matrimonios ventajosos; ya en el siglo xvm el ostracismo se había atenuado bastante. Por otro lado, los ennoblecidos olvidaban rápidamente su origen y mostraban tanta o mayor altivez que los otros.

La aristocracia

El dinero ejercía pues sobre la aristocracia un poderoso atractivo. Sin él, el nacimiento no bastaba para hacer carrera, ni tan siquiera en el ejército, donde una capitanía y una coronelía costaban mucho. En la corte, la época de los cadetes de Gascuña había pasado. La alta nobleza, muy pródiga, estaba al acecho de canonjías jugosas y buscaba los favores reales. Algunos colocaban fondos en las empresas mineras e industriales; Talleyrand ya especulaba. Más a menudo los nobles se esforzaban por sacar provecho de sus campesinos: es lo que se llama "la reacción señorial". Así, la alta nobleza tendía a cercenar algunos miembros que por sus ocupaciones y género de vida se aproximaban a lá alta burguesía, mientras que en la baja otros elementos no podían ni siquiera sostener su rango. Mirabeau se descastó al vivir de su pluma; Chateaubriand suspiraba oscuramente por los acontecimientos que abrirían camino a su ambición: "Levantaos, tormentas deseadas". Tanto la alta nobleza como la pequeña proporcionaron a la Revolución ilustres auxiliares.

La aristocracia

La gran mayoría de los nobles, sin embargo, no quería o no podía adaptarse. Buscaban el remedio a contrapelo de la evolución: querían que la nobleza se volviera, por la supresión de la venalidad de los puestos públicos, una casta cerrada donde no se pudiera entrar más que por excepción; que los empleos compatibles con su dignidad le estuviesen reservados; que el rey proporcionara gratuitamente a sus hijos los medios de prepararse para desempeñarlos. El rey, primer gentilhombre del reino, no había permanecido insensible a estos deseos. Durante el reinado de Luis XVI, los ministros fueron todos nobles, excepto Necker; en 1781, se había hecho saber mediante un edicto que para entrar directamente en el ejército como oficial era preciso tener cuatro cuartos de nobleza; en 1789, todos los obispos eran nobles; los parlamentos excluían a los plebeyos, a veces por reglamento.

La aristocracia

Pero las pretensiones de los nobles no eran sólo éstas. No le perdonaban al rey el haberlos reducido a la condición de subditos, aunque fuese privilegiados. Le debían, sin duda alguna, fidelidad; pero eran sus consejeros natos y hubo una época en que él no emprendía nada sin su consentimiento; eran también sus representantes naturales, y tanto la administración local como las funciones ministeriales les correspondían. En fin, Montesquieu había justificado por el derecho de conquista la autoridad señorial que las usurpaciones reales habían restringido abusivamente. Pero nuestra historia antigua no era lo único que servía para incitar la ambición; el ejemplo de Inglaterra, donde desde la revolución de 1688 la oligarquía participaba en el poder; el de Polonia, donde los nobles elegían al rey y hacían la ley, contribuían igualmente a ello. Después, en el siglo xviii, los nobles se habían opuesto, como los plebeyos, a la arbitrariedad ministerial, especialmente a las injustas órdenes de aprehensión o de exilio (tettres de cachet) de que con frecuencia eran víctimas: la nobleza reclamaba pues las libertades necesarias y el respeto a la ley. Montesquieu aseguró la unión entre las pretensiones nobiliarias y la "filosofía": sostuvo que las "corporaciones intermedias", el Clero, la Nobleza, los Parlamentos, eran el baluarte de la libertad contra el despotismo, ya que "el honor", es decir, el sentimiento que sus miembros; tenían de su dignidad, les ordenaba resistir a la tiranía.

La aristocracia

La autoridad del rey no había quedado indemne. Es sabido con qué éxito los tribunales soberanos le habían ganado la partida; los Parlamentos, haciéndose pasar por los representantes interinos de los Estados Generales, se atribuían la guarda de las "leyes fundamentales" y el derecho a aprobar el impuesto. El progreso de los Estados provinciales, sobre todo en Languedoc y Bretaña, no eran menos característicos, pues el alto clero y la nobleza eran en ellos los amos. Por otro lado, los intendentes no se ensañaban contra los grandes, como bajo Luis XIV: eran nobles de blasón que, al permanecer mucho tiempo en el lugar, trataban con la nobleza local y le guardaban consideraciones.

La burguesìa

La tradición nobiliaria procedía del pasado medieval, en el que la tierra era la única riqueza y sus poseedores eran los amos de los que la cultivaban La nobleza no quería convenir en que el comercio y la industria, fuentes de la riqueza nobiliaria, al suscitar la aparición y la ascensión de la burguesía y al favorecer la emancipación del campesino, habían procurado al Tercer estado un poder que a organización legal de la sociedad no tomaba en cuenta. Sieyés dirá muy pronto que el Tercer estado es todo de hecho y nada de derecho. Esta es la causa profunda que, de la revolución aristocrática, hizo surgir la del Tercer estado.

La burguesìa

Abarcaba éste a todos los plebeyos, del rico al mendigo; la burguesía no constituía en él más que una pequeña minoría, pero que dirigió la Revolución y obtuvo el mayor provecho de ella. La burguesía no era homogénea. En primera fila estaban los financieros, cuyo papel había crecido al servicio del Estado: los Receptores generales, a los que éste encargaba de percibir los impuestos directos, los banqueros que alimentaban la Tesorería, los municioneros que proveían al ejército y la marina. Junto con la finanza, el comercio marítimo ofrecía el principal medio de hacer fortuna. Pero los negociantes no estaban rigurosamente especializados: podía vérseles simultáneamente como armadores, comisionistas, banqueros y manufactureros. La industria no tenia el predominio en la economía; la concentración de las empresas apenas empezaba y el capitalismo conservaba su forma comercial: era el negociante el que reclutaba la mano de obra rural; la manufactura misma no era indispensable más que en las ramas que exigían maquinaria costosa, como la tela estampada que Oberkampf fabricaba en JoUy, los productos químicos, el hilado mecánico del algodón. Así, pues, una gran parte de la producción quedaba en manos de artesanos, sea libres, sea agrupados en corporaciones. Según la dignidad de su oficio, formaban una pequeña y muy modesta burguesía. Trabajaban solos o con un pequeño número de obreros para la clientela local, pero el negociante se convertía en el cliente principal de un numero cada vez mayor de artesanos, y en la sedería lionesa la evolución ya había llegado a su término. Amena-lado en su independencia, el artesano, hostil al capitalismo y a menudo favorable a cierta reglamentación, proporcionará la mayor parte del partido sans-cullotte.

La burguesìa

Recién llegado al desahogo económico, el burgués compraba tierras o colocaba su dinero en renta hfc potecaria. Había también rentistas* del Estado, sobre todo en París. Por otro lado, el burgués enviaba a su hijo al colegio para comprarle después un cargo o hacer de él cuando menos un abogado. Los tribunales eran muy numerosos y los hombres de leyes también. La historia no ha esclarecido todavía el papel que los oficiales, incluso ennoblecidos, habían desempeñado en la ascensión y educación de la clase de la que provenían. Propietarios de sus puestos, gracias a la venalidad de los cargos, habían defendido, en cierta medida, contra la arbitrariedad, la persona y los bienes, la libertad civil sin la cual la formación misma de la burguesía sería inconcebible; habían opuesto a la fuerza el reino del derecho, de la Ley, que iba a ser la esperanza de la aurora de la Revolución. Durante mucho tiempo habían sido los mejores auxiliares del poder real contra los señores feudales, a cambio de lo cual éste abandonaba a estos "notables" la administración local. Pero despojados poco a poco de esta última en beneficio de los intendentes, una buena parte de ellos se iba a contar, junto con los hombres de leyes, (entre el personal revolucionario. Las otras profesiones liberales: el magisterio, por el monopolio de la Iglesia, la medicina, las artes, no ofrecían más que un pequeño número de perspectivas lucrativas; los hombres de letras rara vez se enriquecían. A este "proletariado intelectual" la Revolución ofrecerá oportunidades.

La burguesìa

La condición de los burgueses era pues muy variada. Los financieros y los negociantes tenían sus residencias en las grandes ciudades y alternaban con la nobleza. En provincia, el burgués conservaba mucho de su origen campesino; era ahorrativo y su ' mujer ignoraba la moda; las distracciones eran poco frecuentes; la autoridad del marido y del padre seguían siendo absolutas. Entre el burgués y el hombre del pueblo las relaciones eran frecuentes. En las ciudades, habitaban a menudo la misma casa; en muchas aldeas había hombres de leyes, y por otra parte los citadinos venían a vigilar a sus aparceros. Esto explica parcialmente la influencia de la burguesía en el seno del Tercer estado. En cuanto a los artesanos, muy próximos a sus obreros, proporcionaron los cuadros de las masas revolucionarias.

La burguesìa

En opinión de los burgueses, el último término de la ascensión social había sido siempre el acceso a la nobleza. Pero se sobrentiende que pocos dé ellos la obtenían, y en el siglo xvin el exclusivismo aristocrático tendía a hacerla inaccesible; además, se restringía el número de empleos a los que el burgués podía aspirar. "Los caminos están cerrados por todas partes", escribía Barnave. La burguesía era casi unánime contra el privilegio. En la aurora del capitalismo se beneficiaba también con la libertad de investigación y de empresa, con la unificación del mercado nacional, la desaparición del régimen señorial y de la propiedad eclesiástica que inmovilizaban la tierra y los hombres. No se le hace sin embargo justicia cuando se presentan el amor propio y el interés como sus únicas guías. Por medio de la libertad e igualdad de derechos, quería llamar a todos los hombres para mejorar el destino terrestre de la especie: el idealismo no fue la fuerza menor de la Revolución. Sin embargo, esperaba del rey la transformación que deseaba. Ni siquiera fue ella la que impuso la convocación de los Estados generales sin la cual el giro que tomaron los acontecimientos sería inconcebible, pues sólo la aristocracia disponía de medios para hacerlo. La burguesía no era tampoco demócrata, pues hablaba del pueblo con desdén y lo temía; en su propio seno, de un escalón al otro, habla —como dice Cournot— "una cascada de desprecio". Es verdad que en 1789, en sus disputas con la aristocracia y llena de optimismo, aceptó la intervención de las masas, y que algunos de sus miembros, de ahí en adelante, permanecieron fieles a éstas; pero el mayor número volvió luego a su primitiva actitud. En el fondo era ya tal como se mostrará bajo el reinado de Luis Felipe, persuadida de que el orden natural de las cosas le reserva el gobierno de la humanidad y de que es la única que puede conseguir el bien de todos al mismo tiempo que el suyo propio.

Los obreros y los campesinos

Así, pues, se puede poner en duda que la burguesía hubiera llevado muy lejos el conflicto con la nobleza si los obreros, que formaban una clase netamente distinta, se le hubiesen presentado como aliados peligrosos. Pero la mayor parte de ellos no estaba concentrada ni en las manufacturas ni en barrios separados. Los oficiales (compagnons) de ciertos oficios, especialmente los papeleros y los de la construcción, agrupados en gremios (compagnonnages), eran turbulentos y estaban siempre dispuestos a la huelga; pero la organización no abarcaba más que una pequeña minoría y era corporativa, por lo tanto fragmentaria. Así, el Tercer estado urbano pudo unirse contra la aristocracia, y los obreros de los célebres barrios de San Antonio y San Marceau siguieron a los artesanos que les daban trabajo.
Aquéllos tenían sin embargo sus propios intereses. La abundancia de la mano de obra no permitía el aumento, de salario en consonancia con el alza de los precios y mantenía el desempleo. La principal preocupación del obrero era contratarse, hallar pan en la panadería y no pagarlo a más de dos sous la libra; era su principal alimento y necesitaba tres libras al día. También era muy adicto a la reglamentación, hostil al "acaparador" —Comerciante, panadero, molinero— y estaba siempre dispuesto a ponerlo en la linterna, es decir, a ahorcarlo en el farol más próximo. En este punto el maestro artesano estaba con frecuencia acorde con él: todos tienen derecho a la vida; si el pan es demasiado caro, hay que regular su precio, y en caso de necesidad, pedir a los ricos con qué indemnizar al panadero.

Los obreros y los campesinos

Contrariamente a lo que podría imaginarse, los campesinos, en su gran mayoría, pensaban del mismo modo. Una parte apreciable del suelo, un tercio tal vez, con grandes variaciones locales, les pertenecía ya; además, el resto de la tierra cultivable estaba también en sus manos, a título de arriendo o de aparcería, pues el sacerdote, el noble y el burgués la explotaban rara vez por sí mismos. Pero la repartición era muy desigual. Entonces necesitaba el campesino mucha más tierra que hoy en día porque ésta quedaba en barbecho'por lo menos un año de cada dos en el Mediodía y de cada tres en el Norte. Nueve familias de cada diez no poseían tierra bastante para vivir independientemente o no poseían ninguna. Sus miembros remediaban esto trabajando para otros como jornaleros o como obreros de industria y recurriendo a la mendicidad, que era la lacra eterna de los campos. En tiempos de crisis los mendigos se multiplicaban y se agrupaban. Se les trataba de "bandidos" y el miedo cundía, sobre todo en vísperas de la cosecha, puesto que podían cortarla por la noche.
Los campesinos que no cosechaban bástante para poder vivir, obligados a comprar en el mercado, compartían las inquietudes de los citadinos y se entregaban a las mismas violencias. Éste era particularmente el caso de los viñadores. Como el diezmero y el señor almacenaban mucho grano, parecían acaparadores natos; las autoridades que compraban para alimentar a sus administrados eran igualmente sospechosas de ganancias ilícitas; el rey mismo no era excluido, y el Pacto de hambre le atribuía el cruel hábito de henchir su tesoro especulando con el pan de sus subditos. El motín del hambre agrietaba pues la estructura administrativa y social.

Los obreros y los campesinos

El gran agricultor, el labrador acomodado, no tenían ciertamente los mismos intereses que los otros campesinos. Para desgracia del Antiguo Régimen, la comunidad rural juzgaba de manera unánime excesivas e injustas sus Cargas. Eran en primer lugar el impuesto real, del que ella pagaba la mayor parte, y sobre todo los impuestos indirectos, el impuesto sobre la sal (la gabelle), los subsidios (aides); el diezmo entregado al clero sin que su producto fuera dedicado, en la medida debida, al culto y a los pobres. Eran, en fin, los derechos señoriales. Ante todo, la justicia y los privilegios que según los juristas se relacionaban con aquellos: las prerrogativas honoríficas, los tributos por cabeza o por familia, los monopolios del molino, el horno, el lagar —o banalités— de la caza y la pesca, del cazadero de conejos y del palomar, los peajes y derechos de mercado. Por lo menos un millón de campesinos seguían siendo siervos y no podían disponer de sus bienes. Otros tributos eran reales, es decir, relativos a la dependencia de un feudo (tenure), que se suponía el campesino había recibido del señor a título perpetuo; se les exigía en dinero o en especie bajo los nombres de censo (cens), o renta (champart)-fi a esto se añadía, en caso de venta o de herencia colateral, un derecho por trasmisión de bienes, derecho de mutación o casual particularmente oneroso. En el siglo xvm la reacción señorial había hecho frecuentemente la percepción más rigurosa, pero nada había exasperado tanto al campesino como los atentados a los derechos colectivos, puesto que éstos eran indispensables a su existencia. Cuando los frutos de la tierra habían sido recogidos, ésta se volvía comunal y todos los propietarios podían cuando menos enviar allí su ganado; este derecho de pastos en común (vaine pâture) obligaba a dividir el terruño en secciones u hojas y a reglamentar la rotación de los cultivos. Los bienes comunales, además, estaban muy extendidos. Los bosques también habían estado abiertos durante mucho tiempo al campesino. El señor había empezado por cerrárselos; luego, en muchas provincias, había obtenido del rey la facultad de descontar él tercio de los comunales por derecho de tría (droit de triage) y el permiso para el propietario de. cercar sus tierras para sustraerlas a la vaine pâture. Efectivamente, los derechos colectivos estorbaban el progreso agrícola, mas su desaparición, que en el siglo xix contribuyó tan poderosamente al éxodo rural, no podía realizarse más que en beneficio del propietario rico y a expensas del campesino.

Para luchar contra los privilegios, la burguesía podía contar con el apoyo del campesino, pero la igualdad de derechos no podía bastar a éste. Le hacía falta una reforma del impuesto, la abolición del diezmo y de los derechos señoriales. Y lo que es más, era hostil como el obrero a esa libertad económica que la burguesía consideraba como la única capaz de asegurar la prosperidad general; él quería restaurar y mantener sus derechos colectivos y la reglamentación de la agricultura tanto como la del comercio de granos.

Durante toda la Revolución, el desempleo, la penuria, la carestía serán poderosos resortes de loa movimientos populares que asegurarán la victoria de la burguesía. Contra la aristocracia, el Tercer estado constituirá un bloque. Pero entre la burguesía y el pueblo había un conflicto latente: sin ser en absoluto socialistas, obreros y campesinos juzgaban que la sociedad debía reglamentar el derecho de propiedad para asegurar a todos el derecho superior de vivir del trabajo

La revolución aristocrática


La Asamblea de los notables

Los notables que representaban a los diversos elementos de la aristocracia —prelados, grandes señores, parlamentarios, consejeros del rey e intendentes, magistrados municipales— se reunieron el 12 de febrero de 1788. No hicieron objeción a los proyectos económicos de Calonne, pero protestaron con vehemencia contra los que afectaban su preeminencia y rechazaron la subvención territorial. Ai dejar subsistir la talla y la capitación, la subvención territorial no les imponía más que un sacrificio moderado, y en el fondo se habían resignado a ella, pero previamente pretendían imponer sus condiciones. Luis XVI comprendió que Calonne no obtendría nada, lo destituyó el 8 de abril y lo reemplazó por Loménie de Brienne, arzobispo de Tolosa. Éste modificó las proposiciones de Calonne con la esperanza de halagar a los notables, pero fue en vano; ellos persistieron en rechazar la subvención declarándose incompetentes y haciendo alusión a los Estados Generales. El 25 de mayo se cerró la sesión. Como el expediente había fracasado, era necesario afrontar a los Parlamentos.

El conflicto con los Parlamentos

El Parlamento de París acogió sin pestañear la libertad de comercio de granos, la conmutación en dinero de la prestación personal para la reparación de caminos y la creación de las Asambleas provinciales. En cuanto a la subvención territorial, la rechazó categóricamente, y cuando un sitial de justicia (lit de justice) le impuso su registro, el Parlamento lo declaró nulo y sin validez. Se le castigó con el exilio, pero el Tesoro siguió vacío. No atreviéndose a recurrir a la bancarrota ni a la inflación, el gobierno capituló; la subvención fue abandonada y el Parlamento llamado de nuevo. Entonces, no hubo otro— recurso que un nuevo empréstito. La dificultad, sin embargo, seguía siendo la misma: ¿cómo obtener el registro del empréstito? Entonces algunos magistrados revelaron el secreto designio de la aristocracia: tal vez el Parlamento cedería si se anunciaba la convocación de los Estados Generales. Brienne se resignó a prometerla para 1792 con tal que, de aquí a entonces, se le autorizara a tomar un préstamo de 420 millones. Sin embargo, como no estaba seguro de la mayoría, anunció bruscamente el 18 de noviembre una sesión real para el día siguiente. En sesión real, se tomaban en cuenta las opiniones, pero sin contar los votos: era un sitial de justicia bajo otro nombre. El procedimiento excitó la indignación y el duque de Orleáns aceptó protestar: "Sire -dijo—, esto es ilegal." Luis XVI, desconcertado, se irritó: "Me es igual... Sí, es legal porque yo así lo quiero"
Cuando el rey se retiró, el Parlamento, una vez más, anuló lo que se había hecho.
El conflicto se eternizó y al mismo tiempo tuvo mayor alcance. Como el duque de Orleáns y dos consejeros fueran desterrados, el Parlamento condenó las órdenes de exilio en nombre de la libertad individual. Al presentir un golpe de fuerza, adoptó el 2 de mayo de 1788 una especie de Declaración de derechos: únicamente ios Estados Generales podían establecer nuevos impuestos; los franceses no podían ser arrestados y detenidos por órdenes arbitrarias; los magistrados, inamovibles, son los guardianes de las "leyes fundamentales" del reino.

La Revoluciòn Aristocràtica

Finalmente, Luis XVI inició de nuevo la tentativa de Maupeou que había abandonado al principio de su reinado. El Parlamento, cercado durante día y medio por la fuerza armada, presenció el 6 de mayo el arresto de dos de sus miembros. El 8, se le privó del derecho de registro, que se concedió a un Tribunal pie-nario cuya composición garantizaba la docilidad. El ministro de justicia Lamoignon reformó además la organización judicial, pero sin afectar la venalidad, y suprimió, a título de ensayo, la tortura previa. Esta vez, la resistencia tomó un sesgo amenazador. El Parlamento de París, suspendido inmediatamente, fue reducido al silencio. Pero los demás Tribunales soberanos, los Parlamentos de provincia, una parte de los tribunales subalternos, multiplicaron las protestas, y estallaron disturbios en varias ciudades. En Grenoble, el 7 de junio, en el momento en que él Parlamento exiliado iba a dejar la ciudad, la población apedreó desde los tejados a la guarnición y obligó a las autoridades a ceder; ésta es la llamada Jornada de las Tejas. Paralelamente, la creación de las Asambleas provinciales no había tenido como resultado más que debilitar la autoridad de los intendentes y desencadenar otras manifestaciones temibles. En varias provincias los nobles reclamaron simplemente el restablecimiento de los antiguos Estados provinciales. El 21 de julio de 1788, en el castillo de Vizille, una asamblea preparatoria convocó a los del Delfinado, y Brienne ratificó esta iniciativa revolucionaria. La Asamblea del clero, por su parte, lo abrumó con advertencias v volvió a insistir sobre la reunión de los Estados Generales. Brienne finalmente los convocó para 1789, y al verse sin recursos, presentó su dimisión el 24 de agosto. Necker, llamado de nuevo, reinstaló al Parlamento.

Triunfo de ta aristocracia


Durante la crisis, el papel principal había correspondido a los magistrados. Al poner en movimiento a los hombres de leyes, habían desencadenado, por medio de la acción concertada, un vasto movimiento de opinión y dejado a sus lacayos incorporarse a los motines de la curia. Sin embargo, equivocadamente se les ha imputado toda la responsabilidad: la aristocracia entera y hasta los príncipes de la sangre habían hecho causa común con ellos; los Estados provinciales los sostenían; en Bretaña, la nobleza los había ayudado a organizar comités de resistencia que vigilaban y se oponían a los agentes del rey; algunos oficiales habían rehusado obedecer, y los intendentes se habían negado a castigarlos. El ejemplo no se echará en olvido, y el Tercer estado no tardará en sacar provecho de él.

Por el momento, sin embargo, la aristocracia había obtenido la victoria. Pues los Estados Generales —y el Parlamento lo recordó el 23 de septiembre-debían estar, como en 1614, constituidos en tres órdenes, iguales en número, deliberar separadamente, y tener cada uno de ellos derecho de votó. No se podría pues emprender nada contra los privilegios sin el consentimiento de la aristocracia y, al disponer de dos votos de cada tres, ésta se consideraba capaz de imponer al rey sus condiciones. En todo caso, la monarquía había implícitamente cesado de ser absoluta; se regresaba a 1614. Era una revolución, pero la intervención de la burguesía cambió su sentido.

La Revoluciòn de la Burguesìa

El partido patriota y su primer triunfo

Excepto los curíales, la burguesía había permanecido hasta entonces escéptica o indiferente. Pero cuando supo la noticia de que los Estados Generales eran convocados, se halló unida en un instante contra la aristocracia. Muy hábilmente, no objetó la existencia de los órdenes, y se moderó al pedir solamente para el Tercero tantos diputados como el clero y la nobleza juntos; ordinariamente, no siempre, añadió el voto por cabeza. Los partidarios del Parlamento se habían intitulado orgullosamente los nacionales, los patriotas; la burguesía acaparó estos epítetos prestigiosos y constituyó en lo sucesivo el partido patriota. No se sabe a ciencia cierta si hubo en él un órgano central, aunque se ha señalado como tal a la francmasonería. Sin embargo, la aristocracia tenía un lugar importante en las logias y éstas no hubieran podido abrazar la causa del Tercer estado sin provocar protestas y escisiones, de las que no hay muestra. Entre los burgueses, los vínculos masónicos favorecieron seguramente la cooperación; empero, había muchos otros. Por otra parte se ha dicho qué la aristocracia había dado el ejemplo de la acción concertada, y precisamente el único grupo al cual se puede atribuir una acción directora es el Comité de los Tremía, que parece ser ya había llenado este papel en la crisis de la primavera. Algunos de sus miembros estaban en relación con el duque de Or-leáns, pero nada permite presentarlo como propiamente orleanista. Por lo demás, no cabe exagerar su influencia; durante toda la Revolución, el Tercer estado provincial, muy celoso de su autonomía, supo tomar las iniciativas que le parecieron convenientes, y esto lúe precisamente uno de los resortes más vigorosos del movimiento. .La táctica, favorecida por la abundancia de folletos que conmovían la opinión, fue multiplicar las peticiones al rey.

La Revoluciòn de la Burguesìa

Se contaba con Necker, que era popular como nunca, porque había logrado evitar la bancarrota al conceder de nuevo anticipos a los banqueros, sacando 100 millones de la Caja de Descuento, cuyos billetes habían recibido curso forzoso, y asimismo no pagando a los rentistas más que con cuentagotas. Estos expedientes no podían durar más que un tiempo, y ííecker esperaba de los Estados Generales la reforma fiscal, que era el único recurso efectivo. Como no deseaba ponerse a discreción ni de la aristocracia ni del Tercer estado, prefería dar satisfacción a este último, pero limitando el voto por cabeza a las cuestiones financieras, lo que dejaría las demás al arbitrio del gobierno. Como sus predecesores, no estaba seguro del rey y abordó la cuestión indirectamente. Los notables, reunidos de nuevo el 6 de noviembre, rechazaron la duplicación y el voto por cabeza. Sin embargo no todos fueron unánimes; respecto a la duplicación, una parte de la aristocracia y el mismo Parlamento estaban dispuestos a ceder, so pretexto de que ello no entrañaría de ningún modo el voto por cabeza y, en consecuencia, era en sí indiferente. El 27 de diciembre Necker obtuvo la adhesión del Consejo. En su relación había reconocido que el voto por orden era de derecho. El Tercer estado demostró su contento mientras que la aristocracia protestaba con violencia en Provenza, en el Franco Condado y en Bretaña: en Rennes estalló la guerra civil. Mirabeau en un Discurso a ta Nación Provenzal,Sie-yes en su famoso folleto ¿Qué es el Tercer Estado? replicaron con amenazadoras invectivas. Desde ese momento la nobleza acusó a Necker de tramar su ruina con la ayuda del Tercer estado, y recíprocamente la nación se persuadió de que la aristocracia emplearìa todos los medios para quedar dueña de los Estados Generales o para conducirlos al fracaso.

La revolución pacífica de la burguesía

El 4 de mayo de 1789, los diputados y la corte desfilaron con gran aparato por las calles de Versalles para ir a oír la misa del Espíritu Santo, y el 5, Luis XVI presidió la sesión de apertura en el Hotel des Menus-Plaisirs. La nobleza inició al día siguiente la verificación de los poderes, y desde el 11 se declaró constituida. El Tercer estado rehusó obstinadamente imitarla. No puso directamente en litigio la votación por orden, que era legal, pero exigió que la verificación de los poderes tuviera lugar en común, como si no debiera resultar de ello un precedente en favor del voto por cabeza, argumentando que importaba a cada orden comprobar si los otros estaban regularmente constituidos. Los delegados conferenciaron sin resultado. El rey propuso un plan conciliador y la nobleza dispenso al Tercer estado de la peligrosa obligación de rechazarlo. La actitud de la burguesía no dejaba, sin embargo, de presentar inconvenientes, porque la exponía a que se le imputara el poner obstáculos a las reformas. Las discusiones del clero le proporcionaron la ocasión de usar una nueva táctica. Una pequeña minoría del clero, que fue creciendo, se pronunciaba por la reunión. Desde ese momento, la táctica del Tercer estado fue multiplicar las exhortaciones para acelerar la defección de los curas. A principios de junio, Sieyés, de acuerdo con el Club Bretón fundado por los muy vehementes diputados de Bretaña, pero que se había convertido en director oculto del Tercer estado, juzgó llegado el momento de "cortar las amarras".

El 10 de junio decidió invitar a los privilegiados a unirse al Tercer estado; los que no se presentaran serían reputados rebeldes y la asamblea de los tres órdenes considerada completa de todas maneras; solamente algunos curas asintieron; los nobles liberales y La Fayette mismo, atados por su mandato, no osaron imitarlos. El 17, la reunión se adjudicó el nombre de Asamblea Nacional, así como la aprobación del impuesto. El 19, el clero votó por la reunión. Esto era ya una revolución, puesto que la constitución de los Estados Generales no podía ser legalmente modificada más que con el consentimiento de la nobleza y del rey.

El 20 de junio,, el Tercer estado encontró la cámara cerrada y se le anunció que Luis XVI vendría a presidir una sesión real. La reacción fue la misma que en el Parlamento en 1787. El Tercero mostró la resolución de considerar nulo el golpe de autoridad que se avecinaba. Reunido en un salón del Juego de Pelota, bajo la presidencia de Bailly y por proposición de Mounier, prestó juramento de no separarse antes de haber establecido una constitución.

La revoluciòn pacìfica de la burguesìa

El 23, Luis XVI anuló las resoluciones tomadas por el Tercer estado, prescribió a los tres órdenes continuar sus deliberaciones separadamente, quedando la' reunión como facultativa, y finalmente les notificó el programa de reformas que aceptaba sancionar. Nos hallamos aquí en el punto crucial de la Revolución. El rey consentía en convertirse en un monarca constitucional y en garantizar los derechos civiles del ciudadano; así, la revolución de la libertad fue desde ese momento una revolución nacional. Luis XVI autorizaba también la reforma administrativa: no sería más que cuestión de tiempo. Pero al aprobar de antemano la igualdad fiscal si la nobleza y el clero consentían en ello, prohibía el voto por cabeza en lo que concernía a los otros privilegios: el diezmo y los derechos señoriales. Dicho de otro modo, él los confirmaba, y al ponerse de parte de la aristocracia subrayaba el carácter propio de la Revolución de 1789, que fue la conquista de la igualdad en la libertad.

Una vez que el rey hubo salido, el Tercer estado permaneció en su sitio, y como el maestro de ceremonias invocara las órdenes del rey, Bailly replicó: "La Nación reunida en asambleas no puede recibir órdenes", fórmula cuya perfección la tradición ha descuidado en provecho del desafío romántico de Mirabeau: "No saldremos más que por la fuerza de las bayonetas." Por el momento la corte estimó que no tenía bastantes a su disposición y pareció capitular; el 27 de junio, la nobleza y la minoría del Clero fueron invitados a reunirse al Tercer estado. La asamblea acometió la elaboración de la Constitución; desde este momento es para la historia la Asamblea Constituyente.

El llamamiento al soldado

Así se realizó la revolución pacífica de la burguesía, por los mismos medios que habían hecho triunfar, el año precedente, a la aristocracia. Sin embargo, las consecuencias estaban aún por determinarse, pues Bailly había reconocido que las decisiones de la Asamblea Nacional debían ser sometidas a la sanción del rey, y nadie había discutido aún la integridad del poder ejecutivo. Los órdenes habían sido reunidos, no suprimidos. La nobleza y el clero conservaban la mitad de los votos, y unidos a los moderados del Tercer estado podían formar una mayoría que les facilitaría el triunfo. Pero estas probabilidades fueron desdeñadas. Desde el 26 de junio, Luis XVI había lanzado las primeras órdenes que debían concentrar aproximadamente 18 000 hombres alrededor de París y de Verlalles. El 11 de julio destituyóla Necker e instaló aun nuevo ministro. El rey no podía dudar de su derecho a emplear la fuerza contra los diputados rebeldes, y la aristocracia se habría juzgado deshonrada si se rendía sin combatir. Se empeñaba, no obstante, en una partida temible, pues en caso de fracasar, la sangre vertida recaería sobre el rey y sobre sí misma. Nadie pues creyó que la corte, como era sin embargo el caso, no estuviera dispuesta a la acción: la Asamblea parecía perdida. La intervención popular la salvó.

La Revoluciòn Popular

La movilización de las masas

Fue sobre todo la extraña noticia de la convocación de los Estados Generales la que conmovió al hombre del pueblo e hizo trabajar su imaginación. No sabía a punto fijo lo que eran ni qué podía resultar de la convocación, pero por lo mismo tenía más esperanzas. Así, se extendió entre las masas esa expectativa optimista que la idea de progreso había sugerido a la burguesía, sin que el espíritu crítico pudiera atenuar en ellas la fuerza de seducción. El carácter mítico de la Revolución se mostró desde el principio: iba a comenzar una nueva era en la que los hombres serían más dichosos. El realismo del campesino, sin embargo, no se mantuvo en el espejismo: puesto que el rey, en su bondad, quería conocer los males que abrumaban a su pueblo, se sobreentendía que el remedio se había acordado de antemano; en todo caso, mientras llegaba la decisión de los Estados Generales, mostró la resolución de no pagar ya impuestos ni tributos. En el transcurso de la primavera, nobles y sacerdotes se alarmaron en todas partes, y la resistencia de la aristocracia en los Estados Generales se-afirmó completamente.

La gran esperanza se asoció pues a un temor no menos vivo. Los privilegiados no renunciarían jamás voluntariamente a sus derechos. La impotencia de la Asamblea, atribuida a la obstrucción que aquéllos hacían, confirmó los recelos. Los nobles ejercían presión sobre el buen rey, y en caso de necesidad recurrirían a la fuerza llamando en su auxilio al extranjero: este peligro, que debía pesar con gran fuerza en la médula de la Revolución, fue presentido desde el principio. Así, desde muy temprano, el "complot aristocrático" obsesionó los espíritus.

La Revoluciòn Popular

La crisis económica, sin embargo, contribuyó poderosamente a poner Jas masas en movimiento. La crisis se ha atribuido a la competencia inglesa desencadenada por el tratado de 1786. En realidad, la industria había comenzado a decaer antes que éste estuviera en vigor, y cuando mucho constituyó una causa coadyuvante. Como se ha visto, el mal provenía ante todo de las calamidades agrícolas, y especialmente de la baratura del vino. La desastrosa cosecha de 1788 lo llevó al colmo, tanto más que la libertad de comercio de granos, concedida en 1787» había vaciado los graneros. Necker la revocó y ordenó comprarlos en el extranjero. A pesar de ello, en julio de 1789 el pan no costaba menos de 4 sous la libra en París, donde el gobierno lo vendía con pérdida, y en provincia de 8 a 10. A partir de la primavera, la penuria y la carestía provocaron los disturbios habituales, y los motines se multiplicaron a medida que se aproximaba la cosecha.' El más famoso asoló, el 27 de abril, la manufactura de Revéillon, en el barrio de San Antonio. Al mismo tiempo, los mendigos, que habían llegado a ser incontables, afluyeron a las ciudades o comenzaron a errar por los campos sembrando el "miedo a los bandidos", provocando "miedos" locales e inquietando a las autoridades por la Seguridad de la cosecha, hasta el punto de ordenar a las comunidades rurales armarse y montar guardia.

La Revoluciòn Popular

Mientras engendraba la anarquía, la crisis económica conjugaba sus efectos con la crisis política. No contribuyó solamente a excitar a gentes que hubieran permanecido indiferentes si hubieran tenido pan, sino que los volvió contra las autoridades, los diez-meros, los señores, los acaparadores, a quienes se juzgaba siempre responsables. Los disturbios urbanos hallaron en el campo ecos terribles. Desde fines de marzo, los de Tolón y Marsella inflamaron la alta Provenza, y a principios de mayo los de Cam-bray tuvieron por consecuencia la insurrección de Picardía. En los alrededores de París, los animales de caza fueron sistemáticamente exterminados y los bosques invadidos. Nadie puso en duda que la aristocracia practicaba el acaparamiento para hambrear al Tercer estado. Y puesto que aquélla proyectaba provocar la guerra civil ¿por qué no iba a tomar a sus expensas a los "bandidos" tan temidos? ¿Por qué asimismo las cárceles y los presidios, donde los miserables, amontonados confusamente y mal vigilados, se rebelaban a menudo, no les proporcionarían su contingente? Así, con la vuelta de la crisis económica, el "complot aristocrático" apareció como una monstruosa máquina de guerra montada contra la "Nación".

La Revoluciòn Popular

A lo largo de la Revolución, el miedo es inseparable de la esperanza. Pero este miedo no es cobardía: provoca una reacción defensiva que precede incluso al peligro; las jornadas revolucionarias y la leva en masa serán sus manifestaciones famosas. Al miedo se añade la voluntad de frustrar a los conspiradores por medio de la persecución de los sospechosos y, lo que es peor, ese encarnizamiento en castigarlos, después de la victoria, que la ignorancia y el desdén por las formalidades jurídicas tradujeron por ejecuciones sumarias, de las que las matanzas de septiembre son sólo el ejemplo más célebre, y que la Convención sustituyó por el terror gubernamental. Miedo, reacción defensiva, terror, son pues correlativos, y este complejo, que es la clave de los movimientos populares, no se disolverá sino después de la victoria completa de la Revolución. Pero se estaría en un error si se creyera que es exclusivo del pueblo; este complejo se impuso, más o menos completamente, a numerosos burgueses. La célebre exclamación; de Barnáve, qué se recordará más adelante, y una carta de Madame Roland, llevan la traza memora-ble de ello. El Tercer estado íntegro creyó en el complot aristocrático, y desde principios de julio de 1789 el aflujo de tropas justificó su convicción.

La revolución parisiense

Por eso la destitución de Necker fue una señal que, al llevar la angustia al punto crítico, provocó la réplica. La noticia se supo en París, el 12 de julio. Era un domingo y había gran cantidad de gente en el Palais-Royal. Bandadas de manifestantes se desparramaron por las calles. La caballería intervino, ¡ pero el regimiento de los guardias franceses, que desde hacía semanas fraternizaba con el pueblo, desertó. El barón de Besenval, que lo comandaba, concentró sus tropas en el Campo de Marte y no se movió ya de allí.

Sobre la capital se cernía el miedo. No se trataba de ir en auxilio de la Asamblea. Lo que temían los parisienses era el asalto de las tropas que los rodeaban por todos lados y de los bandidos que se les atribuía tener por auxiliares. Durante estos días, los pánicos —primer episodio del Gran Miedo— fueron continuos. Resueltos sin embargo a defenderse, levantaron barricadas. En medio de la confusión, intervino la burguesía, tanto para restablecer el orden como para organizar la resistencia. Los electores —los que habían nombrado a los diputados— se apoderaron de la autoridad, instituyeron un comité permanente y acometieron la formación de una milicia.

Sin embargo, el pueblo buscaba por todas partes armas y municiones. Como se supiera que en la Bastilla se las había sacado recientemente del Arsenal, la multidud se dirigió allí el 14 por la mañana. El gobernador De Launey la dejó penetrar hasta el foso; después, desconcertado, abrió el fuego. Al ser diezmada, la muchedumbre retrocedió clamando \ traición! y a su vez se puso a tirotear. Pero el combate era demasiado desigual: los sitiados no tuvieron más que un herido, mientras que 98 asaltantes fueron muertos. La decisión vino una vez más de los guardias franceses, que apuntaron sus cañones contra la fortaleza. De Launey perdió la sangre fría, hizo bajar el puente levadizo y el pueblo se precipitó para vengar la supuesta insidia. A tres oficiales y tres soldados se Ies dio muerte; De Launey mismo, conducido al Ayuntamiento, fue asesinado, y poco después el preboste de los comerciantes, Flesselles, corrió la misma suerte. El 22 le tocó el turno a Foulon, adjunto del ministro de la Guerra, y a su yerno, Berthier, intendente de París; el 28, Besenval no se salvó más que por un pelo: los temores, en efecto, no se apaciguaban. Se pidió a la Asamblea que formara un tribunal de excepción para los conspiradores, pero ella en cambio creó un Comité de pesquisas. La burguesía misma estaba tan excitada contra los que la habían puesto en peligro, que cuando Lally-Tollendal protestó contra los homicidios, Barnave gritó en plena Asamblea: "¿Esa sangre es pues tan pura?"

La corte juzgó imposible recobrar París. Luis XVI pensó en huir; luego cedió, y el 15 anunció a la Asamblea la retirada de las tropas. Después de haber llamado de nuevo a Necker, se dirigió a París el 17, donde fue recibido por Bailly, entonces alcalde, y por La Fayette, elegido para mandar la guardia nacional, a la que había de dar por insignia la escarapela tricolor que se convirtió en el símbolo de la nueva Francia. El rey había legalizado la revolución parisiense; no tenía en la capital ni representantes ni soldados. La Asamblea había triunfado.

La revolución municipal en provincia

En provincia se habían seguido los acontecimientos con pasión, y por instigación de los diputados, multiplicado las peticiones en favor de la Asamblea. A la noticia de la destitución de Necker, varias ciudades tomaron, sin más, medidas de precaución: incautación de los arsenales, de los almacenes y cajas públicas; institución de comités permanentes, formación de milicias. En Dijon, el 15, los sospechosos fueron consignados; en Rennes, la guarnición desertó. Cuando cundió la noticia de la toma de la Bastilla, la acción se precipitó.

Ésta afectó diferentes formas. Con mucha frecuencia las manifestaciones bastaron para obligar a la municipalidad a asociarse con nuevos miembros o a desaparecer. A veces el pueblo aprovechó la ocasión para reclamar el pan a 2 sous y se insurreccionó; en esos casos, la regiduría desapareció.

Dondequiera los resultados fueron los mismos: los intendentes se retiraron. Una nueva administración se organizó espontáneamente, la municipalidad o el comité permanente extendieron su autoridad sobre la campiña circundante, y las ciudades se prometieron recíprocamente ayuda y protección: Francia se convirtió en una federación de comunas autónomas. Mucho mejor que en París, burgueses y aristócratas fraternizaron al principio en los comités por temor al pueblo; éste pudo alimentarse a bajo precio, pero los pobres quedaron excluidos de la guardia nacional y algunos agitadores fueron ahorcados. Poco a poco, fue necesario sin embargo desechar a los nobles y admitir representantes de la pequeña burguesía: el municipio se democratizó y durante toda la Revolución fue el centro de una vida intensa.

Esta total descentralización tendría graves consecuencias: si la Revolución salía victoriosa, se hallaría sin gobierno. La Asamblea gozaba de un respeto ilimitado; sólo ella era obedecida. Pero esta obediencia se le prestaba a condición.de que estuviera de acuerdo con la opinión pública. El pueblo no quería pagar ya los antiguos impuestos; desafiando a la burguesía, imponía la reglamentación rigurosa de los granos. Y en el campo sus exigencias iban mucho más lejos.

La revolución campesina y el "Gran Miedo"

La revolución urbana, en efecto, repercutió en el campo en algunas sublevaciones populares caracterizadas por ejecuciones arbitrarias. En el Bocage normando, en la alta Alsacia, en una parte de Henao, no faltaron los saqueos, pero sobre todo se quemaron archivos señoriales; en el Franco Condado, en Macon-nais, los castillos fueron incendiados o saqueados. En las demás regiones nadie se atrevió a exigir nada en la época de la cosecha: pagó quien quiso hacerlo. El campesino no se detuvo en eso: las cercas fueron destruidas y los pastos comunales restablecidos, se tomó posesión de los bienes municipales sin consultar a nadie. Por supuesto, se dejó de pagar el impuesto y se detuvo la circulación de los granos. El granjero y el burgués fueron, llegado el caso, obligados a ayudar, y en Alsacia se persiguió a los judíos.
Como ocurría en París, los ánimos no se apaciguaban. ¿Qué no podía temerse de la aristocracia ultrajada? El conde de Artois, que había emigrado, iba a traer tropas extranjeras; en vísperas de la cosecha se temía más que nunca a los bandidos a sueldo, y cuando París y las grandes ciudades expulsaron a los mendigos, creció el rumor de su llegada al campo. En medio de esta ansiedad general, miedos locales, tales como los que ya se habían producido y para los que bastaba la aparición de algunos individuos en el linde de un bosque, se propagaron súbitamente entre el 19 de julio y el 6 de agosto desde distancias extraordinarias. El "Gran Miedo" no se propagó de ningún modo desde París por ondas concéntricas; no apareció por doquier el mismo día; no fue general: especialmente Bretaña y el bajo Languedoc no fueron casi afectados por él. Pero cinco pánicos "originales" dieron nacimiento ,a otras tantas corrientes que se diversificaron al infinito a través de la mayor parte del reino. Sus efectos fueron muy variables: en general, se empieza por huir; a menudo también la gente se provee de armas. Y los bandidos no dan señales de vida. Entonces sucede que se ataca al señor y que la revuelta agraria toma de pronto un nuevo impulso: así sucedió en el Delfinado, donde numerosos castillos se vieron envueltos en llamas; tres homicidios fueron cometidos en Bailón, cerca del Mans, y en Pouzin, en el Vivarais. El Gran Miedo acentuó pues la revuelta agraria, pero no era necesario para conmover al campesino; por iniciativa propia, éste se encargaba de su causa.

La noche del 4 de agosto y la Declaración de Derechos

En la Asamblea, mientras tanto, se discutía si la Constitución iría precedida por una Declaración de Derechos. La afirmativa fue adoptada el 4 de agosto. Pero ¿cómo redactarla mientras los privilegios subsistieran? Y discutirlos en detalle daría pábulo a la obstrucción. Por otro lado, la anarquía alarmaba a los diputados. Contra los campesinos, el único recurso era el ejército y la justicia prebostal; y esto era ponerse a merced de la corte. Faltaba dar satisfacción a los insurrectos. Pero el debate amenazaba con eternizarse. En el Club Bretón, los patriotas resolvieron hacer una "operación mágica" que dejaría el campo Ubre de un solo golpe gracias al concurso de dos nobles amigos, el vizconde de Noail-les y él duque d'Aiguillon, cuya iniciativa inesperada entusiasmó a la Asamblea. La noche del 4 de agosto añadió a la revolución política una revolución social; los privilegios, el diezmo, los derechos señoriales fueron abolidos y se proclamó la igualdad de derechos. Como las provincias y las ciudades renunciaron también a sus franquicias, la unidad jurídica de la nación se encontró realizada al mismo tiempo.

Sin embargo, el acuerdo entre la Asamblea y los campesinos siguió siendo equívoco. "El feudalismo queda abolido en Francia", dice el decreto de los días 5 a 11 de agosto que codificó las decisiones tomadas el 4. En realidad, el diezmo y los derechos señoriales que afectaban a la persona, es decir, la servidumbre, la justicia y las prerrogativas que la sujetaban, fueron suprimidas sin indemnización, mientras que las cargas de la tenure (es decir, aquellas relacionadas con el feudo), quedaban sujetas a redención.

En principio, sin embargo, el Antiguo Régimen había llegado a su fin, y la Asamblea redactó su "acta de defunción", al votar la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano que fue terminada el 26 de agosto de 1789.