La aristocracia

A decir verdad, esta estructura era en sí la negación misma de la unidad. Los franceses continuaban divididos en tres Ordenes o Estados: Clero, Nobleza y Tercer estado, los dos primeros de los cuales eran los privilegiados.

El clero era el más favorecido. No pagaba los impuestos directos, sino sólo un don gratuito cuyo monto fijaba y recaudaba él mismo. Era el único que tenía una existencia política propia: una asamblea, una organización financiera y tribunales. Por lo menos una décima parte del suelo le pertenecía, así como muchos señoríos, y percibía el diezmo de todos los productos de la tierra. Lo que llamamos estado civil estaba en sus manos; el que no era ca* tólico no tenía existencia legal: su matrimonio era un concubinato y sus hijos bastardos. La Iglesia tenía también el monopolio de la enseñanza y la beneficencia; participaba en la censura de los sitios. Su influjo espiritual era considerable. Entre los eclesiásticos, y lo que es peor, entre los obispos, se llevaba una vida poco canónica, y con frecuencia se entraba en las órdenes más por gozar de un beneficio que por amor al apostolado; la fe se había entibiado si se considera, especialmente, la disminución de las vocaciones monásticas; entre la nobleza y la burguesía se hacía gala, a menudo, de incredulidad. Pero ésta distaba de ser general, y se admitía, en todo caso, como Voltaire lo hacía, que el pueblo necesita una religión. Éste continuaba siendo creyente y practicante. La parroquia rural apreciaba mucho a su párroco, y es probable que la Revolución no hubiera podido iniciarse sin él.

Pero el clero era una corporación, o como decía Sieyés, una profesión más que una clase. Los obispos y una gran parte del alto clero, que acaparaban las más jugosas rentas eclesiásticas, eran nobles; los curas, reducidos generalmente a la congrua, y la mayor parte de los religiosos, eran plebeyos e iban a hacer causa común con el Tercer estado. En el fondo, no había más que dos clases: la aristocracia era la nobleza.

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