Francia conservaba la primacía intelectual y artística. Su lengua, literatura, artes y modas se contaban todavía entre los elementos esenciales del cosmopolitismo de la aristocracia europea. En este aspecto, el reinado de Luis XVI no había señalado una ruptura. La decadencia de la tragedia, la moda del exotismo, el espíritu crítico en el teatro (fue en 1786 cuando Beaumarchais puso en escena Las Bodas de Fígaro) no eran de ninguna manera una novedad. El retorno a la Antigüedad podría fecharse desde mediados de siglo, pero caracteriza mejor la época, y la misma Revolución quedará marcada por él. Históricamente, influye menos en este sentido la obra de André Chénier, que permaneció desconocida para sus contemporáneos, que el Voyage du jeune Anar-charsis de Barthélémy, o la renovación de la pintura con la que David» cuyo Juramento de los Horacios es de 1785, restableció la observación del canon clásico y dio preeminencia al dibujo. Asimismo el mobiliario, al abandonar la rocalla para volver a la línea recta, y al tomar sus motivos no solamente de la Antigüedad greco-romana, sino de la etrusca y la egipcia, creaba un estilo que, al hacerse más pesado, daría como resultado el estilo Imperio. Aunque no hay que engañarse: en Pompeya se había redescubierto el arte alejandrino, y la decoración interior en la que Boucher había sobresalido no se hallaba destronada; los escultores eran partidarios de lo antiguo; pero la obra de Falconet, y sobre todo la de Pajou, no sacan de allí su encanto; los paisajes de Hubert Robert no le deben nada, y el realismo hacía valer sus derechos tanto en el retrato como en los grabados de Moreau, inspirados tan a menudo en la vida cotidiana. Por lo que concierne a la música, los éxitos de Gluck habían contrarrestado la popularidad de los italianos, pero nuestra ópera cómica conservaba su brillo: el Ricardo Corazón de León de Grétry es de 1784.
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