Por eso la destitución de Necker fue una señal que, al llevar la angustia al punto crítico, provocó la réplica. La noticia se supo en París, el 12 de julio. Era un domingo y había gran cantidad de gente en el Palais-Royal. Bandadas de manifestantes se desparramaron por las calles. La caballería intervino, ¡ pero el regimiento de los guardias franceses, que desde hacía semanas fraternizaba con el pueblo, desertó. El barón de Besenval, que lo comandaba, concentró sus tropas en el Campo de Marte y no se movió ya de allí. Sobre la capital se cernía el miedo. No se trataba de ir en auxilio de la Asamblea. Lo que temían los parisienses era el asalto de las tropas que los rodeaban por todos lados y de los bandidos que se les atribuía tener por auxiliares. Durante estos días, los pánicos —primer episodio del Gran Miedo— fueron continuos. Resueltos sin embargo a defenderse, levantaron barricadas. En medio de la confusión, intervino la burguesía, tanto para restablecer el orden como para organizar la resistencia. Los electores —los que habían nombrado a los diputados— se apoderaron de la autoridad, instituyeron un comité permanente y acometieron la formación de una milicia. Sin embargo, el pueblo buscaba por todas partes armas y municiones. Como se supiera que en la Bastilla se las había sacado recientemente del Arsenal, la multidud se dirigió allí el 14 por la mañana. El gobernador De Launey la dejó penetrar hasta el foso; después, desconcertado, abrió el fuego. Al ser diezmada, la muchedumbre retrocedió clamando \ traición! y a su vez se puso a tirotear. Pero el combate era demasiado desigual: los sitiados no tuvieron más que un herido, mientras que 98 asaltantes fueron muertos. La decisión vino una vez más de los guardias franceses, que apuntaron sus cañones contra la fortaleza. De Launey perdió la sangre fría, hizo bajar el puente levadizo y el pueblo se precipitó para vengar la supuesta insidia. A tres oficiales y tres soldados se Ies dio muerte; De Launey mismo, conducido al Ayuntamiento, fue asesinado, y poco después el preboste de los comerciantes, Flesselles, corrió la misma suerte. El 22 le tocó el turno a Foulon, adjunto del ministro de la Guerra, y a su yerno, Berthier, intendente de París; el 28, Besenval no se salvó más que por un pelo: los temores, en efecto, no se apaciguaban. Se pidió a la Asamblea que formara un tribunal de excepción para los conspiradores, pero ella en cambio creó un Comité de pesquisas. La burguesía misma estaba tan excitada contra los que la habían puesto en peligro, que cuando Lally-Tollendal protestó contra los homicidios, Barnave gritó en plena Asamblea: "¿Esa sangre es pues tan pura?"
La revolución parisiense
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