Siempre se había sentido curiosidad por el advenimiento de un nuevo rey, pero por el del nieto de Luis XV se tenía más que de ordinario. Los parlamentarios, apoyados por príncipes de la sangre como el duque de Orleáns y por casi toda la aristocracia, esperaban ver caer en desgracia a Maupeou y restaurar sus prerrogativas políticas. La burguesía, sin dejar de hacer coro para desafiar al gobierno, esperaba otras reformas, preconizadas desde tiempo atrás por los filósofos y los economistas, que redujeran al rnenos los privilegios fiscales. Estos deseos eran contradictorios. Sólo sometiendo a la aristocracia habían logrado los Capetos asegurar el avance de la unidad nacional, de la que al presente los Parlamentos eran los protagonistas más temibles. El Tercer Estado no esperaba nada de nadie sino del rey, pero para que Luis XVI ejerciera su "despotismo ilustrado" era necesario, en primer lugar, que mantuviera su autoridad. Desgraciadamente, era incapaz de ello.
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