Pero las pretensiones de los nobles no eran sólo éstas. No le perdonaban al rey el haberlos reducido a la condición de subditos, aunque fuese privilegiados. Le debían, sin duda alguna, fidelidad; pero eran sus consejeros natos y hubo una época en que él no emprendía nada sin su consentimiento; eran también sus representantes naturales, y tanto la administración local como las funciones ministeriales les correspondían. En fin, Montesquieu había justificado por el derecho de conquista la autoridad señorial que las usurpaciones reales habían restringido abusivamente. Pero nuestra historia antigua no era lo único que servía para incitar la ambición; el ejemplo de Inglaterra, donde desde la revolución de 1688 la oligarquía participaba en el poder; el de Polonia, donde los nobles elegían al rey y hacían la ley, contribuían igualmente a ello. Después, en el siglo xviii, los nobles se habían opuesto, como los plebeyos, a la arbitrariedad ministerial, especialmente a las injustas órdenes de aprehensión o de exilio (tettres de cachet) de que con frecuencia eran víctimas: la nobleza reclamaba pues las libertades necesarias y el respeto a la ley. Montesquieu aseguró la unión entre las pretensiones nobiliarias y la "filosofía": sostuvo que las "corporaciones intermedias", el Clero, la Nobleza, los Parlamentos, eran el baluarte de la libertad contra el despotismo, ya que "el honor", es decir, el sentimiento que sus miembros; tenían de su dignidad, les ordenaba resistir a la tiranía.
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