En opinión de los burgueses, el último término de la ascensión social había sido siempre el acceso a la nobleza. Pero se sobrentiende que pocos dé ellos la obtenían, y en el siglo xvin el exclusivismo aristocrático tendía a hacerla inaccesible; además, se restringía el número de empleos a los que el burgués podía aspirar. "Los caminos están cerrados por todas partes", escribía Barnave. La burguesía era casi unánime contra el privilegio. En la aurora del capitalismo se beneficiaba también con la libertad de investigación y de empresa, con la unificación del mercado nacional, la desaparición del régimen señorial y de la propiedad eclesiástica que inmovilizaban la tierra y los hombres. No se le hace sin embargo justicia cuando se presentan el amor propio y el interés como sus únicas guías. Por medio de la libertad e igualdad de derechos, quería llamar a todos los hombres para mejorar el destino terrestre de la especie: el idealismo no fue la fuerza menor de la Revolución. Sin embargo, esperaba del rey la transformación que deseaba. Ni siquiera fue ella la que impuso la convocación de los Estados generales sin la cual el giro que tomaron los acontecimientos sería inconcebible, pues sólo la aristocracia disponía de medios para hacerlo. La burguesía no era tampoco demócrata, pues hablaba del pueblo con desdén y lo temía; en su propio seno, de un escalón al otro, habla —como dice Cournot— "una cascada de desprecio". Es verdad que en 1789, en sus disputas con la aristocracia y llena de optimismo, aceptó la intervención de las masas, y que algunos de sus miembros, de ahí en adelante, permanecieron fieles a éstas; pero el mayor número volvió luego a su primitiva actitud. En el fondo era ya tal como se mostrará bajo el reinado de Luis Felipe, persuadida de que el orden natural de las cosas le reserva el gobierno de la humanidad y de que es la única que puede conseguir el bien de todos al mismo tiempo que el suyo propio.
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