Luis XVI no había cumplido veinte años cuando subió al poder y, como lo ha dicho él mismo, nada se le había enseñado de su oficio de rey. Suficientemente instruido, piadoso y de intenciones rectas, distaba mucho de ser un gran espíritu, y sobre todo, aunque celoso de su poder, carecía de voluntad. Los servidores leales no le faltaron, compartió sus puntos de vista, aunque no siempre comprendió el alcance de éstos, pero no supo apoyarlos como Luis XIII había sostenido a Richelieu. Además, no gozaba personalmente de ningún prestigio. Este hombre gordo, de aspecto vulgar, de apetito insaciable, cazador infatigable y aficionado a los trabajos manuales, a quien la danza y el juego aburrían, pronto se convirtió en el hazmerreír de la corte. La reina María Antonieta, seductora e imperiosa, tuvo sobre él cierta influencia e hizo mal uso de ella. Incapaz de dedicación y entregada por completo al placer, pródiga y ansiosa de satisfacer a sus amigos y compañeros de francachela —los Polignac, la princesa de Lamballe y otros muchos— se hizo culpable de despilfarro, y con sus intervenciones agravó la inestabilidad gubernamental. Con su desprecio por la etiqueta no tardó asimismo en comprometer, por sus imprudencias, su reputación de mujer. Sus decepciones conyugales hablan en su favor, pero esta desgracia, que era el tema de las habladurías de la gente, acreditó los rumores infamantes. La reina pasó muy pronto por ser una Mesalina y el rey un marido ridículo. Su descrédito fue la primera de las causas inmediatas de la Revolución.
Luis XVI y María Antonieta
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Francia en visperas de la revolución (1774-1787)
Siempre se había sentido curiosidad por el advenimiento de un nuevo rey, pero por el del nieto de Luis XV se tenía más que de ordinario. Los parlamentarios, apoyados por príncipes de la sangre como el duque de Orleáns y por casi toda la aristocracia, esperaban ver caer en desgracia a Maupeou y restaurar sus prerrogativas políticas. La burguesía, sin dejar de hacer coro para desafiar al gobierno, esperaba otras reformas, preconizadas desde tiempo atrás por los filósofos y los economistas, que redujeran al rnenos los privilegios fiscales. Estos deseos eran contradictorios. Sólo sometiendo a la aristocracia habían logrado los Capetos asegurar el avance de la unidad nacional, de la que al presente los Parlamentos eran los protagonistas más temibles. El Tercer Estado no esperaba nada de nadie sino del rey, pero para que Luis XVI ejerciera su "despotismo ilustrado" era necesario, en primer lugar, que mantuviera su autoridad. Desgraciadamente, era incapaz de ello.
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